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El deleite divino, la bendición


la bendición

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El deleite divino

En cierta ocasión, el trabajo separó a un padre de su familia por el espacio de siete meses. Cuando finalmente regresó a la casa llevó a todos al centro comercial para comprarles algo. A su hija pequeña le dio una cantidad de dinero y le dijo: Hija, toma este dinero y cómprate lo que quieras.

La reacción de su hija fue inesperada. Empezó a llorar, y lo agarró por la mano con todas sus fuerzas. ¿Qué pasa, hija? le preguntó su padre. Ella respondió: ¡Yo no quiero dinero, Papi! ¡Te quiero a ti!

Esta niña sabía algo que muchos de nosotros hemos olvidado. Ella no quería los regalos que su papá le podía dar; ella lo quería a él. Nosotros tenemos un Padre celestial que nos regala muchas cosas. ¿Estamos más interesados en El, o en las cosas que El nos puede dar?

¿Buscamos a Dios sólo para que nos dé salud, trabajo, sanidad, la bendición? ¿O deseamos realmente estar en su presencia, disfrutar de El, estar con El? Muchas veces nos defraudamos a nosotros mismos, satisfaciéndonos con los regalos de Dios y olvidando al Dador de los regalos.

Cuando lo hacemos, desechamos lo más valioso. Es como si alguien nos ofreciera dos billetes: uno de un dólar y uno de cien dólares, y tomáramos sólo el de uno. Los regalos de Dios son preciosos, pero su presencia es mucho mejor.

De hecho,

El supremo bien para el ser humano es Dios mismo

El rey David conocía bien esta realidad. El había recibido grandes bendiciones de la mano del Señor. De ser un humilde pastor de ovejas había sido levantado a la posición de rey sobre el pueblo escogido de Dios. Vivió en un lujoso palacio en Jerusalén. Tuvo riquezas y poder en gran medida. Dios le dio victoria sobre sus enemigos.

Escuchen estas palabras de David: «Me has dado a conocer la senda de la vida; me llenarás de alegría en tu presencia, y de dicha eterna a tu derecha» (Salmo 16:11). ¿? ¡Nada de eso! En la presencia de Dios estaba su alegría.

Hay algunas personas con quienes sencillamente nos gusta estar. Es un placer simplemente estar en su presencia. Este gusto que sentimos es un pequeño reflejo del gozo de estar en la presencia de Dios. El es nuestro supremo bien.

David lo declara aún más claramente en el Salmo 27, verso 4. Dice lo siguiente: «Una sola cosa le pido al Señor, y es lo único que persigo; habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la hermosura del Señor y recrearme en su templo».

En los cuentos infantiles se frota una lámpara y aparece un genio mágico que concede deseos. De niño, nos preguntábamos: ¿qué le pediríamos a ese genio si lo tuviéramos frente a nosotros? Algunos desearían riquezas, otros salud, otros la pareja perfecta.

David contempla una situación parecida. Teniendo ante él a un ser mucho más poderoso que cualquier genio, ¿qué le pediría? Algunos dirían: Una sola cosa le pido al Señor, tener salud para seguir trabajando. Otros dirían: Una sola cosa le pido al Señor, y es que sane a mi ser querido.

Lo que David más desea es otra cosa. Su deseo primordial, único, supremo es estar en la presencia de Dios siempre, para poder contemplar su hermosura. Por más buenas que sean las riquezas, la salud y las otras bendiciones que Dios da, mucho mejor es su presencia.

Nuestro Señor Jesús nos confirma esto en las Bienaventuranzas que pronunció como parte de su sermón dado en el monte. Nos dice lo siguiente: «Dichosos los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios» (Mateo 5:8). En las palabras de Juan: «Todo el que tiene esta esperanza en Cristo, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Juan 3:3).

Esto va mucho más allá de la idea que tenemos muchos. Tratamos de mantenernos puros para evitar el castigo de Dios, para que El nos bendiga, para de alguna forma recibir su atención. Es cierto que evitamos muchos problemas al evitar el pecado; es cierto que Dios bendice al justo; sin embargo, hay una razón mucho más importante para buscar la pureza.

Es que sólo el de corazón puro verá a Dios. La mayor razón para dejar el pecado atrás, para arrepentirnos y para dejar que el Espíritu obre en nuestro corazón es para ver a Dios. No me refiero sólo al cielo; cuando caminamos en pureza aquí en la tierra, conocemos más y más de la presencia de Dios en nuestra vida.

Dios hizo el sacrificio supremo para que nos fuera posible conocerlo.

El amor de Dios lo llevó a enviar a su Hijo para que lo pudiéramos tener

El propósito de Dios en enviar a Cristo Jesús a este mundo no fue solamente salvarnos de nuestros pecados. No me malentiendan; esto fue parte de su propósito. Cristo murió en la cruz para que nuestros pecados pudieran ser perdonados. Sin embargo, esto no es todo.

Cristo vino para que nosotros pudiéramos experimentar la presencia de Dios en nuestras vidas, en nuestro corazón, y finalmente estar en su presencia para toda la eternidad. El mensaje del evangelio, el mensaje de lo que Cristo vino a hacer por nosotros, tiene como finalidad llevarnos a conocer la presencia misma de Dios en nosotros.

Nos dice el apóstol Juan: «Todo el que se descarría y no permanece en la enseñanza de Cristo, no tiene a Dios; el que permanece en la enseñanza sí tiene al Padre y al Hijo» (2 Juan 9).

Fíjense en lo que nos dice el apóstol. No nos dice sencillamente que el que permanece en la enseñanza de Cristo está bien con Dios, o recibirá las bendiciones de Dios, o será perdonado por Dios. Todas estas cosas suceden; pero Juan nos dice algo mucho más espectacular.

Nos dice que, si nos mantenemos fieles a la enseñanza del evangelio, tenemos a Dios. ¡Tenemos a Dios! El habita en nosotros. Su presencia está en nuestro corazón. Ésta es la más gloriosa realidad del evangelio. Podemos experimentar la realidad de la que soñó el rey David; podemos morar en la presencia de Dios todos nuestros días.

Nuestros anhelos no suelen ser muy elevados, sino muy bajos. Nos conformamos con los gustos y placeres de este mundo actual cuando Dios desea que conozcamos algo mucho mejor, algo que puede traer satisfacción verdadera a nuestra alma.

El deseo de Dios es que nos deleitemos en El y lo reflejemos

Antes de ser arrestado, nuestro Señor oró a su Padre. Oró por sí mismo, por sus discípulos y por todos nosotros. La culminación de esa oración, las palabras finales de Jesús antes de salir a ser arrestado, reflejan esta gran realidad.

Leemos en Juan 17:26 lo siguiente: «Yo les he dado a conocer quién eres, y seguiré haciéndolo, para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo mismo esté en ellos».

¿Se dan cuenta del propósito supremo de Jesús? El vino a darnos a conocer al Padre, para que tuviéramos en nosotros ese mismo amor eterno que existe entre el Padre y entre el Hijo. Eso en sí es increíble; pero más allá de eso, dice Jesús, que El mismo estará en nosotros.

Más allá de la salvación, más allá del perdón de pecados o de la bendición de la presencia de Dios y la prosperidad que El nos da, Dios desea que compartamos su inmenso amor y que reflejemos en nuestro ser a Jesús.

Se encontraron dos creyentes un día, e iban hablando de las cosas de Dios. Uno de ellos comentó: Es cosa grandiosa poseer la salvación. El otro concordó: Es cierto. Pero conozco algo igualmente grandioso.

El primero se mostró perplejo; ¿qué cosa podría igualarse a la salvación? El otro le respondió: La compañía del que me ha salvado.

En realidad, ésta es la bendición más grande del evangelio. En el evangelio, Dios mismo se da a nosotros. Nos ofrece la oportunidad de conocerle, de experimentar su presencia en nuestro ser, de disfrutar y de deleitarnos en El.

No te conformes con algo menos. No te conformes con simplemente conocer las bendiciones de Dios. Busca conocer a Dios. Deléitate en el Señor, te dice su Palabra, y El te concederá las peticiones de tu corazón. Encontrarás en El lo que tu alma siempre anhelaba. En Dios está el deleite divino.

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