El gran predicador Chuck Swindoll cuenta la siguiente historia. En una gran ciudad, una mujer se cae y se quiebra la pierna. Inmóvil, pide ayuda – no por 5, 10, 20 minutos – sino por 40 minutos. Por la acera pasa persona tras persona demasiado ocupada como para ayudarla. Algunos tienen negocios importantes; otros están de compras; quizás otros iban a la iglesia.
Nadie tiene tiempo para ayudar a la señora – o quiere bregar con el fastidio de interrumpir su rutina y envolverse en la vida de otro ser humano. Finalmente, un taxista se detiene en la luz roja, la ve, y la lleva al hospital.
¿Es así que se debe de vivir la vida? ¿Debemos de sellarnos herméticamente dentro de nuestro propio mundo, evitando el fastidio que es el esfuerzo de servir a otros? Y ¿qué de la iglesia? ¿Cómo debe de ser la relación entre miembros de la iglesia? Quizás deberíamos de relacionarnos de una forma cortés y neutral, como si fuéramos trabajadores de una gran compañía. ¿Es la cortesía suficiente? Vamos a ver.
Lectura: 1 Juan 4:7-12
4:7 Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios.
4:8 El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor.
4:9 En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él.
4:10 En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.
4:11 Amados, si Dios nos ha amado así, debemos también nosotros amarnos unos a otros.
4:12 Nadie ha visto jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros.
El apóstol Juan nos habla de la clase de relación que debe de existir entre los miembros de la iglesia. No es una relación de mera cortesía; lo que nos enseña este pasaje es lo siguiente: El amor que viene únicamente de Dios nos impulsa a amarnos los unos a los otros.
Una de las características del pecado es que nos aísla. Nos convierte en seres autónomos, solitarios, egoístas, que sólo viven para sí. El plan de Dios, sin embargo, es que vivamos para él y para otros – y a través de la redención, él nos restaura a su plan original. Uno de los beneficios de la salvación es que llegamos a tener toda una clase nueva de relación. Es algo que viene de Dios, y solamente de Dios.
Podemos decir que
El hecho de conocer a Dios nos impulsa a amarnos los unos a los otros. (1 Juan 4:7-8)
Al conocer a Dios, experimentamos una transformación que hace del amor parte de nuestro carácter. Al recibir el perdón y sentirlo, al tener al Espíritu Santo, el amor llega a ser una cualidad de nuestro carácter.
Por ejemplo, en muchos países, la corriente es de 220 voltios. La persona que desea usar aparatos electrónicos que han sido producidos en los EE.UU. primero tiene que llevarlos para que sean cambiados de 110 a 220. Antes, su naturaleza era de una clase, después de otra.
Hay una diferencia: somos humanos, no aparatos. Tenemos que decidir que lo vamos a expresar; ésta es la razón del mandato. Recibimos un nuevo amor, pero podemos ignorarlo y seguir siendo egoístas. Somos capaces como creyentes de verdadero amor, y es nuestro carácter; pero lo tenemos que cultivar.
Pero surge la pregunta: ¿no hay muchos en el mundo que aman sin conocer a Dios? La realidad es que el amor de Dios es único.
En español, se usa una palabra para el amor; en griego, hay cuatro diferentes palabras. Se distingue entre amor filial (amor natural entre padres, hermanos, etc.); amor romántico (entre personas enamoradas); y otras clases de amor. Aquí, se usa una palabra poco usada fuera del Nuevo Testamento; es una palabra que se refiere al amor de Dios que es diferente. Es un amor sacrificial.
La importancia está en esto: el amor que Dios nos llama a mostrar para nuestros hermanos en Cristo no se basa en lo mismo que el amor meramente humano. No se basa en relaciones familiares, en atracción física, en intereses comunes; se basa en la común relación con Dios. ¿Puede un creyente amar con amor filial, romántico, o de amistad? ¡Claro! Y quizás más que cualquier incrédulo. Pero tras todo está el amor de Dios – el amor ágape.
Si somos creyentes, entonces, hemos llegado a conocer de alguna manera este amor ágape – y por ello tenemos la responsabilidad de mostrarlo a otros. ¿Quién insistiría que su niño hiciera algo que no sabía hacer? Ve, cambia el aceite en el carro. Hazme un pastel. Pero, ¡que no hagan algo que bien saben que tienen que hacer… ! Nosotros ya conocemos el amor de Dios, y por ello también tenemos la responsabilidad única de mostrarla.
Pero, quizás se pregunta: ¿Cómo conozco el amor de Dios? ¿De qué manera lo puedo vivir? Es que
El ejemplo perfecto del amor que Dios nos ha mostrado nos impulsa a amarnos los unos a los otros. (1 Juan 4:9-11)
El ejemplo a que se refiere es muy obvio: es la venida de nuestro Señor Jesús al mundo, como sacrificio por nuestros pecados. Pero, ¿qué nos enseña este ejemplo acerca del amor? Veamos los vv. 1 Juan 4:9-10. Estos versos nos dicen que el amor de Dios toma la iniciativa.
Al ver este ejemplo, vemos que el amor de Dios es de una clase muy distinta al “amor” humano. El amor humano tiene razones. Te amo porque eres mi madre, porque me puedes ayudar, porque eres atractiva, porque me caes bien.
Con frecuencia se presenta el caso de dos personas, ambas con culpa, que se pelean. Ambas dicen, <<Yo no me voy a disculpar hasta que fulano se disculpe. El también tiene la culpa.>> Pero, imaginemos el caso de la persona que sufrió una gran pérdida a manos de otro sin tener la menor culpa. Digamos, por ejemplo, que usó su tarjeta de crédito para hacer grandes compras, hasta que perdió su casa a causa de las deudas. Luego, el que sufrió busca a su amigo y le dice: Quiero que seamos amigos de nuevo.
¡Así es el amor de Dios! Frente a una gran ofensa, él tomó la iniciativa para pagar nuestra deuda de pecado.
La manera que Dios se ha portado con nosotros es increíble. El no nos ama porque somos dignos de amor, porque nos hayamos portado bien con él; más bien, en su amor Dios tomó la iniciativa, amándonos a pesar de nuestro pecado. Dios ama porque es cualidad de su ser. Sin embargo, lo maravilloso del amor de Dios no se acaba allí; también vemos que el amor de Dios se sacrifica.
Mandó a su único Hijo, con quien había vivido en perfecta comunión por toda la eternidad, a este mundo para vivir como hombre. ¡Eso sería suficiente humillación – que el Creador del mundo viviera con las limitaciones de sus criaturas! Pero no sólo eso – murió inocentemente.
Y no fue cualquier muerte; murió la muerte agonizante de la cruz. Pero no solamente sufrió la agonía física de colgar por los brazos y los pies de una cruz, lentamente sofocándose en los rayos del sol, peleando para respirar; no sólo sufrió la agonía mental de colgar desnudo ante los ojos de los que se burlaban de él; sufrió la agonía espiritual de estar separado de su Padre, hecho tan inmundo por nuestros pecados que llevaba que su Padre ya no lo podía mirar.
¿Qué amor más sacrificial se podría imaginar?
El amor de Dios es un amor que sacrifica. Él lo sacrificó todo por nosotros.
Leamos nuevamente el v. 11. Dios nos ha amado de esta manera, y ahora él nos llama a amarnos de la misma manera. ¿Cómo? Nos llama a tomar la iniciativa en el amor. No esperemos a que la otra persona tome el primer paso. No busquemos únicamente a los que nos atraen o que nos pueden servir de alguna manera. Y él nos llama a sacrificarnos en amor. La única manera que tenemos de responder al amor que Dios nos ha dado es mostrándonos amor los unos a los otros.
Si hemos aceptado el perdón de Dios, la manera que él nos llama a mostrar gratitud es mostrándola hacia otros. ¿Qué harías por el Dios que te compró la salvación a precio de su propia vida? ¡Hazlo por tu hermano! Es la única reacción adecuada al amor que Dios demostró. El ejemplo perfecto de amor que Dios nos ha mostrado nos impulsa a mostrar ese mismo amor los unos a los otros.
Como creyentes hemos tenido una experiencia inigualable. Hemos recibido un amor que no merecemos, mostrado en la muerte de Cristo en la cruz. Hemos sido perdonados por pura fe en Cristo, y hemos entrado en una nueva relación con Dios. La respuesta que Dios nos pide es que amemos a nuestros hermanos y hermanas como él nos ha amado. Hablemos de algunas maneras específicas que esto puede suceder:
- Ayudando de maneras prácticas. Si un hermano tiene una necesidad material, (Santiago 2:15-16) podemos compartir con ellos. ¡Esto también significa que tenemos que estar dispuestos a recibir la ayuda de otros! Tenemos que pensar, no sólo cómo vamos a cuidarnos a nosotros mismos, sino cómo vamos a ayudar a otros.
- Sanando heridas emocionales. Todos tenemos heridas emocionales a raíz de nuestro pasado. Puede ser una baja auto-estima, sentimientos de inferioridad, y un sinfín de otros síntomas. Algo tremendo sucede cuando recibimos la aceptación incondicional de otro ser humano. Debemos de ser muy generosos en expresar nuestro afecto a otros creyentes, de diferentes maneras.
- Nuestro lema debe de ser, Yo te amo, y nada que me puedas decir me hará amarte más o menos. Esto es amor incondicional, y es el amor que Dios nos demuestra. No podemos sentir ninguna clase de superioridad a nuestros hermanos. No podemos pensarnos mejor que ellos – eso no es amor, sino egoísmo. La iglesia deberá ser un lugar donde encontramos algo que nos sana emocionalmente. ¿Estás dispuesto a hacerlo posible? Empieza cuando aceptamos a otros con amor, afecto sincero, y sin condiciones.
¿Has llegado a conocer el amor de Dios? ¿Has recibido de forma personal su amor por ti?
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