Como hemos visto en semanas pasadas, la razón que Dios ha creado a la raza humana es para adorarlo. Nosotros encontramos nuestro propósito y nuestra razón de vivir cuando adoramos a Dios.
Surge, entonces, una pregunta: ¿Será que nuestra vida es totalmente inútil, menos las dos horas que pasamos cada semana en la iglesia, adorando a Dios? ¿Será que las otras 166 horas de la semana no sirven para nada? Sería muy triste, de ser así. Pero la verdad es que toda nuestra vida puede ser una adoración a Dios. Podemos adorar a Dios, sin importar lo que estamos haciendo.
Quizás estás pensando en este momento, Pastor, si empiezo a cantar himnos en el trabajo, ¡el gerente va a pensar que estoy loco! No puedo comer y cantar coritos a la misma vez, o si lo intento, voy a terminar con un desastre en la mesa. Y, ¿qué de los momentos cuando estoy dormido? ¡No encuentro la manera de cantar alabanzas! Si lo hago, nadie más va a poder dormir.
La realidad es que hay muchas maneras de adorar sin entonar un canto. Por cierto, cualquier actividad humana que es lícita puede hacerse como adoración a Dios. De hecho, lo que hacemos es la mejor adoración; Dios está interesado en que nuestras vidas se vivan como adoración a él, más que en la perfección de nuestros cantos los domingos por la mañana.
Hoy veremos cómo podemos adorar a Dios todos los días, todas las horas de nuestra vida. El modelo y la razón que podemos vivir estas vidas de adoración es Cristo Jesús. Aprendamos de esto en
Lectura: Hebreos 13:10-16
13:10 Tenemos un altar, del cual no tienen derecho de comer los que sirven al tabernáculo.
13:11 Porque los cuerpos de aquellos animales cuya sangre a causa del pecado es introducida en el santuario por el sumo sacerdote, son quemados fuera del campamento.
13:12 Por lo cual también Jesús, para santificar al pueblo mediante su propia sangre, padeció fuera de la puerta.
13:13 Salgamos, pues, a él, fuera del campamento, llevando su vituperio;
13:14 porque no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la por venir.
13:15 Así que, ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él, sacrificio de alabanza, es decir, fruto de labios que confiesan su nombre.
13:16 Y de hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios.
Los lectores originales de la carta a los Hebreos eran judíos que habían aceptado a Cristo como Salvador, pero ahora se sentían presionados a regresar a su religión anterior. Sus familiares criticaban su nueva fe, el gobierno los hostigaba, y empezaban a tener dudas acerca del valor de seguir a Cristo.
Quizás una de las críticas que se les lanzaba era la idea de que la adoración en su nueva religión era inferior a la judía. Los judíos tenían un templo impresionante; los cristianos se reunían en hogares. Los judíos diariamente sacrificaban animales a Dios; los cristianos hablaban de un sacrificio que ya se había hecho. Los judíos tenían un sumo sacerdote que los representaba ante Dios; los cristianos creían en un sumo sacerdote celestial que nadie podía ver.
Hay dos realidades básicas acerca de este tema que el Espíritu Santo nos revela en el pasaje que hemos leído. Vamos a considerarlas.
Gracias a Cristo, nos beneficiamos de un sacrificio superior a cualquier otro
La adoración en el Antiguo Testamento tomaba muchas formas, y todas de ellas eran impresionantes. Había toda una familia de los levitas que se dedicaba a la música, había decoraciones muy bellas en el templo mismo, y había grandes números de levitas y sacerdotes que se dedicaban al servicio de Dios.
Pero el centro de toda esta adoración era el sistema de sacrificios. Los sacrificios simbolizaban varias cosas. Por un lado, la sangre de los animales sacrificados satisfacía la ira de Dios contra los pecados. Por otro lado, en algunos de los sacrificios, los que llevaban el sacrificio comían parte de la carne del animal – así, simbólicamente, compartiendo una cena con Dios.
El sacrificio más importante tomaba lugar solamente una vez al año. En el Día de Expiación, se sacrificaba un carnero. El Sumo Sacerdote tomaba la sangre de este animal y entraba con ella en el Lugar Santísimo. Era la única vez en todo el año que se podía entrar a este lugar, y sólo el Sumo Sacerdote tenía el derecho de hacerlo.
Rociando la sangre sobre el arca del pacto, cubría los pecados del pueblo y lo protegía de la ira de Dios. La carne de este animal no se podía comer; tenía que llevarse afuera del campamento o la ciudad y quemarse. Era sagrada a Dios.
Es una cosa extraordinaria cómo el Antiguo Testamento se cumple en el Nuevo. Jesucristo es el cumplimiento del sistema que Dios inauguró entre el pueblo judío. Y desde luego, como cumplimiento, él es superior. Jesucristo mismo entró una vez por todas en el templo celestial y presentó su propia sangre a su Padre para lavar para siempre nuestros pecados.
Jesús es el Sumo Sacerdote y es el sacrificio. Su sacrificio nunca se repite, porque es suficiente para siempre. Y es más, nosotros podemos compartir la carne de Cristo. El dijo: Yo soy el pan vivo que bajó del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá para siempre. Este pan es mi carne, que daré para que el mundo viva. (Juan 6:51)
Los adoradores del Antiguo Testamento no podían alimentarse de la carne del sacrificio por sus pecados. Nosotros, en cambio, tenemos un sacrificio mucho mejor. El sacrificio de Cristo es mejor porque es para siempre. No se tiene que repetir anualmente. Es mejor porque podemos nutrirnos espiritualmente de él. Nosotros somos partícipes de Cristo.
En otras palabras, la sangre de Cristo se aplica a nuestro corazón, limpiándonos del pecado, por medio de la fe. Nos nutrimos de la carne de Cristo, dando vida a nuestra alma, por medio de la fe. Por fe tenemos entrada a la presencia de Dios.
Cristo mismo se merece nuestra adoración y nuestro servicio, ya que ha hecho un sacrificio tan grande. Nadie más podría hacer lo que él hizo. Nadie más es capaz de tomar nuestros pecados y pagarlos. Nadie más es digno de entrar a la presencia del Padre y presentarse a sí mismo en sacrificio. Sólo Cristo nos puede salvar.
Si tú no has permitido que Cristo entre en tu vida, te limpie, y se encargue de tu vida, hoy es el momento de tomar esa decisión. Cristo hizo este sacrificio tan grande para que tú pudieras dejar atrás los sacrificios inútiles y tener entrada a la presencia de Dios.
El sacrificio de Cristo también significa que no tenemos que dedicarnos al culto, al sistema de sacrificios, del Antiguo Testamento. Pero ¿creen que Dios hizo esto simplemente para que pudiéramos vivir nuestra vida para nosotros mismos? No. Hay otro sacrificio que Dios desea de nosotros.
Por medio de Cristo, podemos ofrecer un sacrificio de adoración a Dios aceptable
Nuestro pasaje menciona dos clases de cosas que podemos hacer para ofrecer a Dios un sacrificio aceptable. En primer lugar, podemos unirnos a Cristo en su deshonra.
Así como se tenía que quemar la carne del animal sacrificado en el Día de Expiación afuera de la ciudad, así también Jesús murió fuera de la ciudad. Esto sucedió literalmente, pero también tiene un sentido simbólico. Lo que representa es el rechazo. Jesucristo murió afuera de la ciudad porque sus habitantes no querían saber nada de él. Eran su pueblo; él los había formado; pero no lo reconocieron cuando llegó, y más bien lo rechazaron.
A nosotros como creyentes también se nos invita a salir fuera de la ciudad, fuera del campamento, para encontrarnos con el Jesús rechazado. Quizás nosotros también tengamos que sufrir el rechazo de quienes nos importan. Quizás nuestra familia y nuestra cultura no nos entienda. Al unirnos a Jesús a pesar del rechazo, mostramos que nuestro verdadero amor está en el cielo y no aquí en la tierra. Esta es una forma de adoración.
Imaginemos a un joven enamorado de una muchacha que, según la familia del joven, no es de su categoría. Si él realmente la ama, va a casarse con ella sin importar lo que diga la familia. De igual modo, si de veras amamos a Jesús, no dejaremos que las críticas nos alejen de él. Esto es adoración.
La otra manera de adorar que se menciona aquí es con nuestra vida. El verso 15 nos llama a ofrecer un sacrificio de alabanza continua. Volvemos, entonces, adonde empezamos; ¿cómo podemos ofrecer alabanza y adoración continuamente?
La respuesta es que cualquier cosa que hagamos puede ser adoración. Ir al trabajo puede ser adoración. Trabajar en el jardín puede ser adoración. Lavar los platos puede ser adoración. Las claves son dos: primero, tenemos que ser personas que confiesan el nombre de Jesús.
Nuestras vidas pueden ser adoración, entonces, si hemos confesado a Cristo como Señor y Salvador. Pero aun así, podemos elegir adorar o no adorar cuando entregamos los días de nuestra vida a Dios.
Una cosa muy básica está en el versículo 16. Cuando tenemos oportunidades para servir a otros, ¿las aceptamos? ¡Estos son los sacrificios que le agradan a Dios! Cuando sacrificamos de nuestro tiempo, de nuestros recursos, de nuestra energía para ayudar a alguien, estamos ofreciendo adoración a Dios – con tal de que lo hagamos como seguidores de Cristo.
Pero podemos ir aun más allá de eso. Cuando hacemos las cosas en gratitud a Dios, cuando buscamos la belleza que él ha puesto en cada cosa, y cuando estamos conscientes de su presencia alrededor de nosotros.
Dios ha puesto su belleza en el mundo que nos rodea. El ha creado un mundo bello y variado. Cada cosa que hacemos – trabajar, comer, limpiar o dormir – tienen aspectos de la gloria de Dios.
Aprendiendo a apreciar estos aspectos, podemos convertir toda nuestra vida en adoración.
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