Cuando yo era niño, mi papá cargaba una agenda. En ella mantenía un récord de sus citas, de las cosas que tenía que hacer y de sus contactos. De esta forma, él tendría siempre a la mano estos detalles, y no tendría que depender de la memoria.
A mí, sin embargo, esto me pareció nada más ni nada menos que una esclavitud. Incluso decidí, como niño, que yo jamás cargaría una agenda. No iba a permitir que mi vida se cargara de tantas responsabilidades, ni permitiría que la memoria me fallara al grado de necesitar una agenda.
Les tengo que confesar que esa decisión la tuve que cambiar. Pronto después de entrar al ministerio, me di cuenta de que la vida sería imposible sin alguna clase de organización. Es simplemente imposible recordar cuántas cosas hay que hacer sin algún sistema.
Quizás para algunos de ustedes su organización es el calendario que está en la cocina, donde se apuntan todas las cosas que se tiene que hacer entre semana. Quizás para otros su forma de organizarse es pedirle a su esposa que recuerde lo que hay que hacer. Como dicen, dos cabezas son mejores que una.
No importa cuánto nos organicemos, sin embargo, tarde o temprano llega esa sensación de que la vida está fuera de control. Eric Hoffer lo describió así: “La sensación de apuro generalmente no es el resultado de vivir una vida plena y no tener suficiente tiempo. Nace, más bien, de un temor indefinido de que estamos desperdiciando nuestra vida. Cuando no hacemos esa cosa única que deberíamos de hacer, no nos queda tiempo para nada más – somos los más ocupados del mundo.”
¿Te puedes identificar con esa sensación? ¿Alguna vez has sentido que, por más que la trates de agarrar, la vida se te va de las manos? ¿Sientes que estás muy ocupado, pero no estás logrando nada?
Esta situación no es nueva. Nace del hecho de que, como seres humanos, fuimos hechos con un propósito que, desgraciadamente, muchas veces no cumplimos. ¿Cómo podemos escaparnos de la carrera de ratas y tener paz en lo más profundo de nuestro ser? Encontramos la respuesta en una escena de la vida de Jesús.
Lectura: Lucas 10:38-42
10:38 Y aconteció que yendo, entró Él en una aldea: y una mujer llamada Marta, le recibió en su casa.
10:39 Y ésta tenía una hermana que se llamaba María, la cual sentándose á los pies de Jesús, oía su palabra.
10:40 Empero Marta se distraía en muchos servicios; y sobreviniendo, dice: Señor, ¿no tienes cuidado que mi hermana me deja servir sola? Dile pues, que me ayude.
10:41 Pero respondiendo Jesús, le dijo: Marta, Marta, cuidadosa estás, y con las muchas cosas estás turbada:
10:42 Empero una cosa es necesaria; y María escogió la buena parte, la cual no le será quitada.
¿Alguna vez te has puesto a pensar en lo que harías si Jesucristo fuera a visitar tu casa? Bueno, para empezar, espero que no hubiera nada que le tendrías que esconder. Espero que no sería necesario cambiar el canal del televisor, poner una estación distinta de radio o esconder algunas de las revistas que tienes por ahí.
Marta se encontraba con ese afán. Recordemos que con Jesús iban al menos doce discípulos. Sabemos que a veces los que acompañaban a Jesús eran más que doce. Marta, entonces, se encontró con la responsabilidad inesperada de dar de comer a por lo menos trece hombres hambrientos.
No nos sorprende, entonces, que Marta se haya sentido un poco ajetreada. Parece que Marta era la mayor de las dos hermanas, puesto que la casa se describe aquí como suya. Tenemos la escena clásica de la hermana mayor responsable, que se preocupa por los quehaceres de la casa, y la hermana menor irresponsable, que prefiere algo más interesante.
Lógicamente, Marta espera que Jesús la apoye. Quizás Marta, de niña, había tenido que recurrir a sus padres para que obligaran a María a hacer las tareas que le correspondían. Quizás pensaba que con Jesús sería lo mismo. Jesús, sin embargo, la sorprende – y nos sorprende a nosotros también.
La primera sorpresa es que Jesús defiende a María, siendo ella mujer. En aquellos días era inaudito que un maestro o rabino, como a Jesús se le consideraba, tuviera estudiantes femeninas. Se creía que las mujeres carecían de la capacidad mental y espiritual para comprender las profundas verdades de las Escrituras.
Algunas personas incluso dudaban que las mujeres tuvieran almas. Me imagino, entonces, que algunos de los discípulos de Jesús se habrán sorprendido de que El aceptara a una mujer como alumna, en lugar de mandarla a la cocina.
Jesucristo no hace distinción de personas. No importa el valor que te asigne la sociedad; Jesús te invita a sentarte a sus pies y aprender de El. Jesús aceptaba a los marginados – los niños, los pobres, las mujeres – y los sigue aceptando.
La segunda sorpresa es que Jesús defendió a María, en lugar de tomar el lado de Marta. Después de todo, acababa de dar la parábola del buen samaritano. Es probable que esta parábola se haya dado antes de que llegaran a la casa de Marta y María, pero imaginemos por un momento que Marta la hubiera escuchado.
Seguramente se podría haber defendido de la siguiente forma: yo te estoy sirviendo, Señor, así como el samaritano que pusiste de ejemplo en la historia. En lugar de refugiarme en la religión, estoy haciendo algo – exactamente como lo hizo el samaritano. ¿No nos enseñaste que deberíamos de ayudar a los demás?
Esto nos lleva a una conclusión muy importante. Es el reconocimiento de que Cristo no está buscando que simplemente le sirvamos. El busca servicio que nazca de una relación viva y real con El.
En esa preocupación e inquietud por tantas cosas, se pierde lo esencial. Nos esforzamos por cuidar de nuestra familia. ¿No quiere Dios que cuidemos de nuestra familia? ¡Claro que sí! Pero no si sacrificamos nuestra relación con El por hacerlo.
Nos dedicamos a sobresalir. ¿No desea Dios que progresemos y nos superemos? ¡Claro que sí! Pero no si nos cuesta nuestra relación con El. Incluso podemos pasar tanto tiempo ayudando a otros que dejamos de estar con el Señor. ¿No quiere Dios que ayudemos a otros? Por supuesto. Pero no desea que tome el lugar de nuestra relación con El.
Algunos años atrás estaba de moda cubrir de bronce los objetos de especial valor. Muchos padres, por ejemplo, enviaban los zapatos de sus bebés para que los broncearan. Se cuenta la historia, apócrifa probablemente, de un muchacho que se ganó una medalla de oro. Se sintió tan orgulloso que lo mandó a que lo recubrieran de bronce.
Hacemos lo mismo cuando cambiamos lo más valioso en nuestras vidas – el privilegio de sentarnos a los pies de Jesús – por cualquier otra cosa. Nos llenamos de inquietudes y preocupaciones, y se nos olvida la cosa más importante en la vida.
En medio del vaivén de este mundo moderno sentimos que constantemente perseguimos una meta que se nos escapa. En las carreras de los galgos, los pobres perros constantemente persiguen a un conejo mecánico que jamás logran atrapar. Por más que corran, nunca lo pueden agarrar.
La más cruel ironía, sin embargo, es que el galgo que llegara a atrapar al conejo se encontraría con una desagradable sorpresa. En lugar de un delicioso bocado, tendría entre los dientes un insípido conjunto metálico.
Como aquellos galgos, constantemente perseguimos un sueño que resulta ser una quimera – la ilusión del éxito, del contentamiento, del placer o de la satisfacción. La mayoría no lo alcanza, pero aun quienes lo alcanzan descubren que no era lo que habían creído.
Jesús nos dice que hay algo que podemos alcanzar y que nadie nos podrá quitar. Esa paz que El nos da, que sólo viene cuando pasamos tiempo con El, llenará nuestro ser y jamás la perderemos. Esa vida que brota de El será nuestra, y jamás nos será quitada.
Considera ahora tu propia vida. ¿Cuáles son aquellas cosas que llenan tu vida? El trabajo probablemente es una de ellas. El trabajo es una bendición de Dios, pero se puede convertir en una maldición cuando ocupa un lugar que no debe.
Déjame hacerte una pregunta: ¿trabajas para vivir, o vives para trabajar? Si el trabajo te está alejando de Dios, considera cómo le puedes dar a El el primer lugar. No importa cuándo sea, separa tiempo para El. Ese tiempo de comunión con Dios mediante la oración y la lectura bíblica es esencial. Nos convertimos en clones de Marta si lo olvidamos.
Además de eso, sin embargo, si quieres conocer esa paz y esa seguridad que sólo Jesús te puede dar, es necesario que El sea tu Salvador y tu Señor. Aceptar a Cristo como Señor y Salvador no es cuestión simplemente de repetir una oración, o de levantar la mano o pasar al frente de un santuario.
Es cuestión de tomar una decisión de corazón de confiar solamente en El para el perdón de los pecados, y permitir que El guíe nuestra vida. Significa someter nuestra vida a su voluntad.
Esa es la primera cosa que tienes que hacer hoy, si quieres conocer en tu vida esa cosa única que nadie puede quitarte – la promesa del perdón y la vida eterna. Y si ya conoces a Cristo, considera: ¿cuáles son las cosas que tienes que simplificar en tu vida para tener tiempo a sus pies?
La vida se llena de muchas preocupaciones, pero sólo una cosa es esencial. Jesucristo dijo: “Separados de mí, nada podéis hacer” (Juan 15:5). No nos separemos de Jesús. Mantengamos esa unión con Cristo, y escojamos la mejor cosa que existe.
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