El poder de la intercesión
Se cuenta la historia de un niño que se había portado mal. Para castigarlo, su mamá lo mandó al cuarto para que reflexionara sobre lo que había hecho. Algún tiempo después, el niñito salió de su cuarto. «Ya pensé sobre lo que hice, y decidí orar a Dios», dijo el niño.»¡Qué bueno!» replicó su mamá, «si le pides a Dios que te ayude a ser un niño mejor, él te ayudará.»»Yo no le pedí que me hiciera un niño mejor», respondió su hijo. «Le pedí que te ayudara a soportarme.»
Quizás este niño no actuó con las mejores intenciones. Le hacía falta reconocer su propio error. Sin embargo, nos da el ejemplo de algo muy positivo. Se llama intercesión, y es uno de los privilegios más grandes y más descuidados del creyente.
Mediante la intercesión, la oración a favor de otras personas, podemos liberar el obrar de Dios en su vida. La Biblia nos da a entender que la intercesión puede ser más poderosa que nuestras oraciones egoístas por nosotros mismos. El apóstol Santiago dice: Cuando piden, no reciben porque piden con malas intenciones, para satisfacer sus propias pasiones. (Santiago 4:3)
Cuando oramos por nosotros mismos podemos fácilmente caer en la trampa de orar egoístamente, y tales oraciones no son eficaces. Cuando oramos por otros, en cambio, mostramos amor – y el amor es central al carácter de Dios. A tales oraciones él sí presta atención.
Si la intercesión es tan poderosa, ¿por qué no intercedemos más? Quizás no hemos llegado a apreciar el gran poder de la intercesión, y quizás nunca nos hemos propuesto la meta de interceder por otros. En esta mañana veremos que nuestra intercesión sí puede ser poderosa.
El pasaje que enfocamos es algo misterioso, pero contiene un mensaje sumamente importante.
Lectura: 1 Juan 5:16-17
5:16 Si alguno viere a su hermano cometer pecado que no sea de muerte, pedirá, y Dios le dará vida; esto es para los que cometen pecado que no sea de muerte. Hay pecado de muerte, por el cual yo no digo que se pida.
5:17 Toda injusticia es pecado; pero hay pecado no de muerte.
El mensaje general de la Biblia es perspicuo, pero algunos pasajes individuales pueden ser nebulosos. Éste es uno de los pasajes que pueden ser un poco difíciles de comprender. Para llegar a un entendimiento más profundo de su mensaje para nosotros, entonces, vamos a contestar tres preguntas acerca del pasaje.
Pónganse las pilas, como se dice, y vamos a enfocarnos en estos versículos. La primera pregunta que surge es ésta: ¿Quién es mi hermano? ¿Se refiere a un creyente? Si lo tomamos de este modo, el resto del verso se vuelve algo misterioso. Si Juan se refiere a un creyente hermano, tenemos que preguntarnos en qué sentido se puede decir que Dios le dará vida. Los creyentes, como dice Juan, ya hemos pasado de muerte a vida. Algunos piensan que se refiere a la vida física. Según esta interpretación, Juan estaría diciendo que la persona creyente puede estar en peligro de perder la vida, si vive en pecado. Al orar, logramos que Dios le perdone la vida a esta persona.
Sin embargo, esta interpretación tiene dos problemas. El primer problema es que, cuando Juan habla en sus cartas de la vida, siempre se refiere a la vida eterna o la vida espiritual. Sería sumamente extraño que cambiara de referente, sin darnos alguna indicación de que lo está haciendo.
En segundo lugar, Juan ya ha dicho – y vuelve a repetir – que la persona que ha nacido de Dios no puede vivir en pecado. No es posible que un verdadero creyente viva una vida de total rebelión contra las normas de Dios para su vida. El siguiente versículo – el dieciocho – lo dice: Sabemos que el que ha nacido de Dios no está en pecado. Otra traducción de este versículo sería: Sabemos que quien ha nacido de Dios no vive en pecado.
Es incongruo, entonces, pensar que Juan nos está animando a orar por un hermano creyente que vive en pecado, y que está en peligro de algún castigo físico. El «hermano creyente que vive en pecado» es como el círculo cuadrado o el color blanco oscuro. No puede existir.
No; a lo que Juan se refiere es otra cosa. En efecto, Juan habla aquí de la intercesión por salvación. En otras palabras, Juan usa la palabra «hermano» aquí en un sentido más amplio. Se refiere a la persona que se ha acercado a la iglesia, que está buscando a Dios, pero que a la vez aún no deja su vida mundana de pecado. Quizás hasta se considera hermano, pero no ha experimentado el nuevo nacimiento.
Aunque la Biblia generalmente usa la palabra «hermano» para referirse a una persona creyente, hay algunas pocas excepciones. Por ejemplo, en el capítulo 2, verso 9 del presente libro, se refiere a la persona que odia a su hermano. Obviamente, uno de los dos no es creyente, porque está lleno de odio. Está usando la palabra «hermano» para referirse a quien piensa que es su hermano.
Aquí, entonces, la palabra «hermano» se refiere a la persona que quizás se cree hermano, pero no ha llegado a experimentar el poder transformador de Dios en su vida. ¿Será que existen tales personas? ¿Será que se encuentran entre nosotros? ¿Será que quizás algunos de nosotros nos pensamos creyentes, pero en realidad no lo somos? Da mucho que pensar.
Pero aún más digno de consideración es la reacción que Juan describe. Surge la pregunta: ¿Cómo reaccionamos a la falla de un hermano? Regresemos al texto. Nos dice que: Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no lleva a la muerte, ore por él y Dios le dará la vida. Perdón, creo que leí mal. Creo que más bien dice, Si alguno ve a su hermano cometer un pecado, se lo contará a todos para que ellos también lo sepan. No, me equivoco. Dice, Si alguno ve a su hermano cometer un pecado, dejará de venir a la iglesia, porque se da cuenta de que todo es hipocresía.
¡Claro que no dice ninguna de esas dos últimas cosas! Dice que orará por él. La reacción del creyente que está viviendo en comunión con Dios, al ver la falla de otra persona dentro de la iglesia, es orar por esa persona.
La tercera pregunta que surge es ésta: ¿Cuál es el pecado que lleva a la muerte? Algunos piensan que es algo así como el homicidio, que resulta en la muerte de alguna otra persona. Deducen que hay pecados que son tan graves que no se pueden perdonar, y que no tiene caso orar a Dios por el perdón de la persona que comete tales pecados.
Sin embargo, la Biblia desconoce esta distinción. Más bien, sólo hay un pecado imperdonable. Es el pecado de resistir la voz del Espíritu Santo. Esto sucede cuando la persona ha llegado a conocer plenamente la verdad y ha experimentado el obrar del Espíritu Santo en su corazón, y luego rechaza por completo la verdad y se rehúsa a arrepentirse. Este pecado es imperdonable por la sencilla razón de que el requisito para el perdón es el arrepentimiento, y esta persona se ha vuelto incapaz de arrepentirse. Por tal persona no tiene caso orar, dice Juan.
En cualquier otro caso, sin embargo, la respuesta del cristiano es la de orar. Esa oración, nos dice Juan, dará resultado. Dios le dará vida a la persona por quien se ora. Es decir, Dios traerá la convicción a su corazón para que pueda recapacitar y recibir el perdón.
A veces nos ocupamos tanto en testificar que se nos olvida lo más importante: orar por las personas perdidas. La intercesión pidiendo la salvación de un alma perdida es sumamente poderosa.
Déjame preguntarte: ¿Cuántas personas se encuentran en tu lista de oración por salvación? ¿Estás orando por ellas diariamente? Puede ser que te frustres al no ver que lleguen a conocer al Señor porque no estás usando el arma más poderosa, el arma de la oración.
Déjame decirte, sin embargo, que la respuesta puede demorar en llegar. Les puedo decir por experiencia que es emocionante ver las respuestas a la oración en la salvación de otras personas, pero que también pueden demorar años en llegar. Tenemos que estar dispuestos a orar a largo plazo, pero podemos saber que Dios responderá.
Un joven, apenas terminado su turno de servicio militar, hacía autostop en la carretera para llegar a casa. Tenía ganas de llegar a casa y quitarse el uniforme, para regresar a la vida civil. Se dio cuenta de que se aproximaba un carro, y le hizo la señal al conductor de que buscaba viaje. Sin embargo, perdió las esperanzas cuando se dio cuenta de que el carro era un lujoso Cádillac negro de último modelo. Para su sorpresa, el conductor se detuvo y le abrió la puerta.
Al meterse al carro, empezó a conversar con el conductor. Después de hablar de su servicio militar y otras cosas, el joven sintió un deseo muy fuerte de compartir el evangelio con el hombre, un ejecutivo bien vestido en sus años cincuenta. Sin embargo, el joven pospuso la conversación sobre lo espiritual hasta darse cuenta de que le faltaba apenas media hora para llegar a la casa.
«Señor», le dijo al conductor, «quisiera hablarle acerca de algo muy importante». Empezó entonces a describirle el plan de la salvación. Al final, le preguntó al ejecutivo si quisiera recibir a Cristo como Salvador. Se sorprendió al darse cuenta de que el carro se estaba orillando, y pensó que quizás había ofendido al conductor y que éste lo iba a echar del carro. Mas bien, inclinó la cabeza y recibió a Cristo, y entre lágrimas le dijo al joven, «Ésta es la cosa más maravillosa que jamás me ha sucedido».
Pasaron cinco años, y el joven se casó y tuvo un hijo. Haciendo un viaje de negocios a la ciudad de donde era aquel ejecutivo que hacía años le había dado el aventón, buscó la tarjeta que le había dado y decidió buscarlo. En la ciudad buscó la empresa del ejecutivo.
Al llegar adonde estaba la recepcionista, le pidió permiso para hablar con el ejecutivo. «No es posible hablar con él, pero puede hablar con su esposa», le respondió la señorita. Luego lo llevó a una suntuosa oficina.
Allí se encontró con una dama de edad media con una mirada penetrante que le preguntó: «¿Conocía usted a mi esposo?» El joven le explicó que su esposo le había llevado a casa, hacía cinco años, un 7 de mayo. Le preguntó la mujer: «¿Sucedió algo especial en aquel día?» El joven se detuvo. ¿Debería de mencionar lo que había sucedido cuando testificó de Cristo? Decidió arriesgarse.
«Señora», dijo, «yo le expliqué a su esposo el evangelio. Él se orilló al lado de la carretera y lloró. En ese día se entregó al Señor Jesús.» La señora empezó a llorar.
«Por años yo había orado por la salvación de mi esposo, creyendo que Dios lo salvaría», dijo la señora. «¿Dónde está su esposo ahora?» preguntó el joven. «Murió en un accidente automovilístico después de que te bajaste del carro», le dijo la señora. «Nunca llegó a casa. Yo pensé que Dios me había fallado. ¡Hace cinco años dejé de vivir por el Señor porque pensé que me había fallado!»
Dios es fiel, hermanos. Seamos nosotros fieles también en orar específicamente por quienes aún no lo conocen. Levantemos cada día en oración a las personas que nos rodean – nuestros amigos, nuestros familiares, nuestros vecinos – pidiendo al Señor que los salve.